sábado, 5 de octubre de 2019

Día 1: Pelo.


La espera estaba siendo demasiado larga y el calor infernal de mediados de agosto no ayudaba. Tumbados en el sofá, el uno sobre el otro, intentábamos matar el tiempo charlando de todo y de nada. A ratos con el móvil, a ratos intentando descifrar esos juegos de palabras imposibles que tanto nos gustan.

En aquel instante eras tan tú que no podría haber esperado otra cosa que no fuese ese “hazme cosquillas”. Tú y las cosquillas. Desde bien pequeño aprovechabas cada ocasión para que alguien te las hiciese. Siempre te gustó el contacto y la suavidad de una mano conocida acariciando tu brazo, tu espalda o tu cara. Era una costumbre tan tuya, tan nuestra…

Y esas cosquillas me llevaron a tu pelo, negro como el carbón. Mi mano se deslizaba de un lado a otro de tu cabeza sin prisas, sintiendo cada mechón entre mis dedos, despeinándote y peinándote una y otra vez casi sin pensar. Y, cómo no, tú me dejabas hacer y deshacer a mi antojo, disfrutando de ese momento cómplice entre los dos.

Fue entonces, en una de esas idas y venidas de mi mano en tu pelo, cuando me miraste y me regalaste esa sonrisa con la que comprendí que eso era hogar, era casa, era familia. Que algo tan simple y natural como tocarle el pelo a alguien podía calmar y sanar, podía unir a dos personas más que cualquier otra cosa. 

Y deseé que con el paso del tiempo siguiésemos conservando esa bonita costumbre, que la vida llenase de canas nuestros cabellos, pero que siempre, a pesar de los años cumplidos, siguiésemos encontrando un instante de tranquilidad y confianza el uno en el otro, tumbados en un sofá cualquiera, para sentir que, por un momento, estamos en casa.

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